Lloran en silencio
"Para qué se llevan a mi hijo. Ya me lo mataron. Nunca investigarán su muerte y por eso no quiero que le hagan la autopsia" con su voz quebrantada y su rostro cargado de dolor Romelia, una mujer humilde de Choloma, municipio del departamento de Cortés, lloraba, gritaba de impotencia. Aquella madre suplicaba al fiscal que le dejara a su hijo. El muchacho de 17 años había sido atacado por desconocidos que le dispararon cuando se dirigía a su casa en el sector López Arellano. Su cuerpo quedó tendido en la calle.
La mujer en su angustia, solo pedía que no lo llevaran a la morgue. No tenía dinero, no quería que el cadáver fuera trasladado a Medicina Forense en San Pedro Sula. La madre no podía costear el transporte cuando le entregaran el cuerpo. Sus ruegos no tuvieron eco. Como Romelia varias madres viven a diario ese dolor. esa es una de las tantas escenas que en varios puntos del país se replican.
En varias ocasiones, me ha tocado ser testigo de esas escenas que nos dejan mudos, donde sentimos que el corazón se parte. Observar el sufrimiento de los que pierden a un ser querido no es fácil y menos si toca averiguar el nombre, cómo fue su vida y contarlo. Son momentos difíciles. Muchas familias hasta que llegan a la escena corroborarán que es su hijo, el esposo, la madre, el tío, primo o sobrino, el que está tendido en la calle, en una casa o en un lugar solitario acribillado o con heridas provocadas por arma blanca (cuchillo o puñal).
Nadie se percata de cómo la violencia afecta a las familias. Esos golpes que inesperados llegan, marcan para toda la vida. No solo se trata del momento, sino de cómo enfrentarán tras un entierro el impacto de las muertes. Muchos no saben, si albergarán el odio o la sed de venganza. Se sienten impotentes y algunos piensan que la única justicia posible es la de Dios y otros que su justicia es la de la ley del talión, ojo por ojo y diente por diente.
Esos niveles de frustración se generan por la impunidad latente. Los pocos casos resueltos hacen que se pierdan las esperanzas de que se investigue y se identifique a los autores. Las familias se conforman con sepultar a sus muertos, llorarlos en silencio y hasta olvidarse de sus muertes. Simplemente no creen que la justicia llegará y menos si se trata de familias pobres, donde no hay contactos, amigos, ni dinero.
Un informe de la Alianza por la Paz y la Justicia (APJ), en el 2014 señaló que el 96% de los homicidos en el país, quedan en la impunidad por la falta de investigación criminal. Además en el informe establece que los pocos casos investigados, el proceso penal lleva 21 meses, lo que representa una aplicación tardía de la justicia. Solo en la parte investigativa se lleva unos seis meses. Llegar a un juicio oral tarda aproximadamente 15 meses.
Con esos datos las esperanzas se apagan. Aunque con la puesta en marcha de la nueva Dirección de la Policía de Investigación (DPI), hay expectativas. Esa unidad tiene el enorme reto de dar credibilidad a los procesos investigativos, muchos de los que antes no se realizaban por falta de logística.
Entonces deben dar respuestas contundentes para aliviar en parte el dolor de las miles de familias que hoy sufren. Ese ingrediente de desconfianza desalienta. Están obligados a hacer su trabajo, a convencernos que el panorama sombrío de impunidad desaparece y la justicia llega.
Enormes retos para las autoridades, pero más que retos, pienso que hay una deuda moral. Porque no se vale el dolor, no se vale que más vidas se pierdan, pero tampoco se vale la incertidumbre. Si, esa misma que hoy viven tantas familias que no saben de los parientes que desaparecieron. Esas no tienen donde llorarlos, porque no saben si están vivos o muertos.
El número de mujeres, hombres y hasta menores desaparecidos en Honduras es alto y las investigaciones en los casos son casi nulas. Esas son familias que hoy también lloran. Confían en milagros, no quieren ni imaginar que están muertos. Considere oportuno referirme al tema, porque siempre hablamos de estadísticas, de cifras, pero nadie traspasa esa frontera para ponerse en la piel de los que quedan. De esas familias que con desconsuelo, no saben de dónde sacar fuerzas para seguir viviendo.
No exagero al contarlo, estando en Honduras lo vivo y cada día pido porque nadie cercano sea el muerto. Confiamos que la violencia no nos sorprenda. Nadie sabe quién puede ser la víctima siguiente. La violencia nos tiene de rodillas y es el mal a vencer para evitar que el llanto nos ahogue y la ira explote.
Mi solidaridad para todos esos hombres y mujeres que lloran en silencio.
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